Siempre me ha parecido al menos curiosa la inclinación que tiene nuestra televisión mexicana de “retratar la cara bonita” de la pobreza, de la minusvalidez, del desamparo al que hemos sometido a más de cuarenta millones de compatriotas que se las ven negras, todos los días, para llegar a tocar con las uñas la línea delgada que separa lo humano de lo infrahumano.
En las campañas por los niños de la calle, por los niños discapacitados (ahora se dice “con necesidades especiales”), por los ancianos (ahora se dice “adultos mayores”) abandonados o por los niños con cáncer, que son las que más se ocupan, siempre vemos imágenes emotivas, acompañadas de una música “pegadora”, que haga saltar la lágrima y aflojar, aunque sea un poquito, el bolsillo.
No dudo que los fines perseguidos sean buenos, incluso buenísimos: de una filantropía devastadora. Pero que caen en el error de hacer aparecer a la pobreza como embellecida. Charles Péguy, el místico francés, decía que los terribles padecimientos sufridos no necesariamente embellecían a las víctimas. Y agregaba que, con mayor frecuencia, la miseria envilece: “sólo los pedantes de la filantropía pueden pensar que la miseria hace relucir las virtudes”.
A menudo observamos cómo, para “mover el corazón”, la tele presenta ejemplos de fuerza y de tesón entre los pobres. El efecto colateral, sin embargo, es el contrario: el corazón de los espectadores se queda en su sitio, quieto, sin dignarse a latir con fuerza ante la pobreza del otro. Sin descalificar que existan estos ejemplos y sin echar a un lado la tremenda heroicidad que muestran, por ejemplo, nuestros indígenas, lo cierto es que las imágenes difundidas en campañas de “ayuda” no les beneficia y les perjudica enormemente.
Cualquiera se preguntará por qué, si existe tanta fuerza de los medios y tanta campaña en que los medios participan a favor de los pobres, la pobreza sigue creciendo en el país. Hay mil respuestas. Pero una de ellas, la que me satisface más, es que esto es así porque en el fondo la televisión —como aparato de pleno consumo— invita a trabajar por los demás pero sin hacer nada por ellos: simplemente a condolerse, “porque su situación no es tan mala como se suele decir”.
Ya se sabe que la condolencia, el sentimentalismo, son emociones de corto alcance. La televisión (como el radio o la prensa), para ser vehículo de solidaridad, tendría que cambiar por completo su práctica de fomento de la individualidad y del consumo como fuente de placer o relación con los demás. Estamos hablando de una transformación de raíz. Que empezara por no engañar, no vender ilusiones, no exprimir la pobreza, presentándola como un accidente circunstancial —fruto de la mala suerte— y no como lo que realmente es: una falla de la estructura misma del sistema político.
También se envilece con la emisión al gran público de una imagen de la filantropía pedante de la pobreza. Y eso lo hace a diario nuestra tele comercial: sacar de contexto el fallo estructural para dejarlo en un tropezón momentáneo.
En las campañas por los niños de la calle, por los niños discapacitados (ahora se dice “con necesidades especiales”), por los ancianos (ahora se dice “adultos mayores”) abandonados o por los niños con cáncer, que son las que más se ocupan, siempre vemos imágenes emotivas, acompañadas de una música “pegadora”, que haga saltar la lágrima y aflojar, aunque sea un poquito, el bolsillo.
No dudo que los fines perseguidos sean buenos, incluso buenísimos: de una filantropía devastadora. Pero que caen en el error de hacer aparecer a la pobreza como embellecida. Charles Péguy, el místico francés, decía que los terribles padecimientos sufridos no necesariamente embellecían a las víctimas. Y agregaba que, con mayor frecuencia, la miseria envilece: “sólo los pedantes de la filantropía pueden pensar que la miseria hace relucir las virtudes”.
A menudo observamos cómo, para “mover el corazón”, la tele presenta ejemplos de fuerza y de tesón entre los pobres. El efecto colateral, sin embargo, es el contrario: el corazón de los espectadores se queda en su sitio, quieto, sin dignarse a latir con fuerza ante la pobreza del otro. Sin descalificar que existan estos ejemplos y sin echar a un lado la tremenda heroicidad que muestran, por ejemplo, nuestros indígenas, lo cierto es que las imágenes difundidas en campañas de “ayuda” no les beneficia y les perjudica enormemente.
Cualquiera se preguntará por qué, si existe tanta fuerza de los medios y tanta campaña en que los medios participan a favor de los pobres, la pobreza sigue creciendo en el país. Hay mil respuestas. Pero una de ellas, la que me satisface más, es que esto es así porque en el fondo la televisión —como aparato de pleno consumo— invita a trabajar por los demás pero sin hacer nada por ellos: simplemente a condolerse, “porque su situación no es tan mala como se suele decir”.
Ya se sabe que la condolencia, el sentimentalismo, son emociones de corto alcance. La televisión (como el radio o la prensa), para ser vehículo de solidaridad, tendría que cambiar por completo su práctica de fomento de la individualidad y del consumo como fuente de placer o relación con los demás. Estamos hablando de una transformación de raíz. Que empezara por no engañar, no vender ilusiones, no exprimir la pobreza, presentándola como un accidente circunstancial —fruto de la mala suerte— y no como lo que realmente es: una falla de la estructura misma del sistema político.
También se envilece con la emisión al gran público de una imagen de la filantropía pedante de la pobreza. Y eso lo hace a diario nuestra tele comercial: sacar de contexto el fallo estructural para dejarlo en un tropezón momentáneo.
-Jaime Septién-
México
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